En la operación de labrado la tierra es removida y aflojada en las capas superficiales, a la vez que las hierbas quedan volteadas y dispuestas para la descomposición, que añadirá materia orgánica al suelo. El lecho que permanece tras el labrado mantiene la humedad adecuada para que las semillas puedan germinar. La labranza aporta también otros beneficios secundarios pero no menos importantes, como son la oxigenación del suelo y drenaje del agua gracias a la pulverización de la tierra.
Esto redunda en un hábitat más adecuado para los microorganismos descomponedores, como los fijadores del nitrógeno atmosférico, y a una mayor actividad biológica edáfica. Además, la labranza contribuye a que las plantas se desarrollen saludablemente, y con mayores garantías de resistencia a las enfermedades o insectos dañinos.
La labranza continua y profunda (tradicional) es a la larga perjudicial para las tierras de cultivo. Cuando la capa fértil no es muy gruesa, ésta queda sepultada a 15 o 20 cm. después del labrado, mientras que en la superficie queda expuesta la tierra más pobre; esto obliga a fertilizar para disponer de cosechas productivas. Para salvar este problema es conveniente realizar labranzas de conservación o mínimas, consistentes en introducir ligeramente el arado de forma que los restos de la cosecha queden enterrados a poca profundidad, o también dejándolos que se descompongan sobre la superficie. Estas actividades contribuyen a mantener la fertilidad y humedad de la tierra, a la vez que la protege de la erosión. La labranza en profundidad se hace necesario cuando los suelos poseen una compacticidad excesiva que impide un drenaje adecuado, o las raíces no pueden penetrar con facilidad, aunque como ya se dijo presenta sus inconvenientes si se realiza intensivamente, especialmente si se trata de suelos de textura fina en comparación con los arcillosos o arenosos.